Acción de Turienzo de los Caballeros

2 de enero de 1809, Guerra de la Independencia.

La Guerra de la Independencia tuvo su comienzo a lo largo de los meses de mayo y junio de 1808 ante el intento de Napoleón de apoderarse de España y de situar en su trono a su hermano mayor José I Bonaparte, con lo que España se convertiría en un país satélite y subyugado a Francia.

Ante ello el pueblo y los Ayuntamientos de las Provincias se alzaron en armas contra el gobierno afrancesado de Madrid y con la ayuda del Ejército español que se negó a reconocer a José I, comenzó una larga y terrible guerra de seis años que supondría el nacimiento de España como nación política gracias, también a las Cortes de Cádiz. Una serie de afortunadas victorias españolas al comienzo del conflicto (Bailén, 1º Sitio de Zaragoza, Valencia…) supusieron en el verano de 1808 una precipitada retirada del rey intruso y de las tropas imperiales desde Madrid hasta el río Ebro. Ante semejante humillación ante toda Europa, Napoleón hubo de venir en persona a España con lo mejor de su Grand Armée. En octubre de 1808 el Emperador entraría en España derrotando rápidamente a los pequeños ejércitos españoles y tomando Madrid el 4 de diciembre. Desde allí y sabedor de que en Astorga y en León se concentraban el ejército británico del general John Moore que había desembarcado en la Península para ayudar a los españoles y los restos del Ejército Español de la Izquierda al mando del Marqués de La Romana, el francés se lanzó en una ofensiva fulgurante desde Madrid y que llevaría a entrar en Astorga el 1 de enero de 1809.

Ante la imposibilidad de detener su avance, Moore y La Romana decidieron retirarse de Astorga el 31 de diciembre hacia Galicia para salvar sus tropas. Moore se encaminaría por Manzanal y Piedrafita hacia La Coruña, mientras que el marqués de La Romana y sus tropas (azotadas por el hambre, la nieve y el tifus) tomarían la ruta de Foncebadon para desde Ponferrada marchas hacia Orense.

El 2 de enero de 1809, la retaguardia de las tropas españolas fue alcanzada por la poderosa caballería francesa del general Franceschi en un combate en la carretera que ascendía desde Turienzo de los caballeros hasta Foncebadón. Las debilitadas tropas españolas combatieron para abrirse paso hacia Foncebadon y para ganar tiempo para que el resto del ejército pudiera escapar hacia Molinaseca. Con su sacrificio, estas tropas españolas lograron su objetivo, a pesar de sus bajas y de un elevado número de prisioneros.

El combate de Turienzo de los Caballeros, del 2 de enero de 1809, es un hecho de armas que se recoge en todos los libros de historia franceses y españoles de la guerra de la Independencia y de la Campaña de Napoleón en España. Justo es que recordemos hoy estos hechos

Artículo

“ Permítame decir a Vuestra Majestad que vuestro Trono hoy le sostienen miles de cadáveres que palpitan aún…, y que la circunda un foso de Sangre Española; con que dígnese mirarla V.M., que ni ofende con su vista, ni despide mal olor, y al cabo, la Sangre de los Hijos siempre pareció bien a los ojos del Padre “

Isidoro Francés y Cabañas,

Canónigo de la Real Iglesia de San Isidro, al Rey Fernando VII, Madrid, Dos de Mayo de 1815.

Todo lo que aquí se relata aconteció hace dos siglos. Todas las personas que mencionamos existieron y sus hechos están documentados.

La última bandera. Turienzo de los Caballeros – Puerto de Foncebadón, 2 de enero de 1809

De Madrid al Cielo.

El carruaje lleno de heridos y civiles había atascado el avance de la deslavazada columna que, en aquel amanecer del día dos de enero de 1809, trataba de franquear el nevado puerto de Foncebadón. Varios miles de soldados derrotados del Ejército del Marqués de La Romana escapaban del cerco francés para buscar refugio en Galicia. El mismo Napoleón había llegado con su Guardia Imperial a la cercana Astorga el día anterior.

Era un Ejército desecho por las derrotas, el hambre, el invierno y una terrible epidemia de tifus que había dejado aniquiladas las unidades. Cientos de refugiados acompañaban a los soldados en su camino hacia las salvadoras montañas. Venían de todas las partes de España, algunos del mismo Madrid.

El fusilero Juan Molina se acercó con varios compañeros para volver a colocar en su eje la rueda perdida por el carruaje. Uno de los rostros le miró; ambos se reconocieron. Había conocido aquella cara en una calle de Madrid ocho meses atrás, nunca había llegado a saber el nombre de aquella mujer.

Con un terrible esfuerzo los soldados consiguieron poner en marcha el carromato. Juan y la mujer apenas cruzaron palabra alguna, se miraron un largo instante. La mujer sonrió con gratitud en medio de la tristeza reinante. No pareció extrañarle verle vestido con aquel uniforme. Ambos habían tomado dos caminos aquel día en que las calles de Madrid se llenaron de sangre, muerte y violencia.

Un eco mortecino de lejanas trompetas empezaron a llegar desde el valle. La caballería francesa estaba cerca. La columna reemprendió la marcha. Los tambores empezaron a redoblar y los batallones españoles empezaron a formar en batalla. Juan Molina se giró un instante; el carruaje se perdía en la curva que el Camino Real trazaba sobre las últimas laderas que llevaban a coronar el puerto. Al menos ellos se salvarían.

Sus recuerdos quedaron con él…

1 de mayo de 1808. Madrid.

Las Lágrimas del Cielo.

El teniente ceutí de veintinueve años, Jacinto Ruiz Mendoza, contemplaba la lluvia de domingo que resbalaba por los cristales de la fonda de su patrona María Paula Variano. Allí residía desde la llegada de su regimiento a Madrid. Se llevó la mano a la frente, la fiebre había vuelto a hacer su presencia; solía acompañar a sus continuos ataques de asma. Decidió mandar un parte al Cuartel de Voluntarios de Estado, en la Ancha de San Bernardo; guardaría cama al día siguiente.

La situación en Madrid estaba a punto de estallar. El nuevo rey de España estaba ausente en Bayona para entrevistarse con Bonaparte y un ejército de 36.000 franceses ocupaba Madrid en calidad de no se sabía qué oscuros designios trazados por Godoy y el Emperador. Los franceses habían sido recibidos con cordialidad como aliados; apenas tres semanas habían bastado para quitarse la careta. Venían a quedarse en España. Los madrileños temían que viniera, asimismo, a imponer un monarca francés.

Al contrario que en el resto de Europa, los movimientos del Emperador no estaban provocando pánico, temor y sumisión. Los españoles seguían pensando de sí mismos que eran un Pueblo de Señores y de Reyes. Nunca se someterían a ningún mandato extranjero.

En la abarrotada Puerta del Sol la muchedumbre, agolpada durante todo el día esperando inútilmente la llegada de los Correos de Bayona, desprendía ira y rabia.

Francisco Martínez Valentí, abogado aragonés, permanecía expectante también con su tío Jerónimo y su hermano pequeño Joaquín. Los tres estaban ante la puerta del comercio familiar, “ Martínez Hermanos “ en un bajo de Sol. Hablaban acaloradamente, pero todos estaban de acuerdo, los gabachos habían secuestrado al rey ante sus narices. Si los generales y la Junta de Gobierno no hacían nada, ellos lo harían, el Pueblo. Costase lo que costase.

Unos metros más abajo, el riojano Esteban Velilla, médico de los Reales Ejércitos, abandonaba ya Sol con su esposa Rosa Ubago, camino de la Posada de la Soledad, en la Cava Baja. Para no asustar más a su joven esposa no decía nada pero en su ánimo violentas pasiones se desataban contra los franceses. No sabía qué haría si aquello estallaba.

El joven criado italiano del marqués de Cerralbo era de los que más consignas coreaba subiendo por la concurrida Carretas. Bartolomé Pechirelli vio pasar echa una furia a una rubicunda chispera; la seguían tres jóvenes que debían de ser sus hijos. Mostraban la misma rabia y determinación que la madrileña. Clara del Rey, castellana de Villalón del Campo, hubiera abofeteado al primer francés que se hubiera encontrado. Pero en aquel atardecer gris de domingo apenas se veía a los hijos del Emperador. Todas las tropas francesas estaban acuarteladas y, según se decía, bajo las armas y dispuestos a entrar en Madrid al menor estallido.

Pues bien, que entraran, Madrid era de los madrileños, aún por delante del mismo rey de España. Así lo había reconocido el mismo Carlos III en tiempos de Esquilache.

Hacia el sureste de la ciudad, en la Hostería de la Plaza de Matute, aledaña al Teatro del Príncipe, la lluvia y la sed provocada por la tensión política de Madrid la habían llenado de acalorados parroquianos. El vino no ayudaba a calmar los ánimos. El patrón, Pepe Villamil, lanzaba significativas miradas a las dos escopetas de caza que tenía colgadas tras el mostrador. Dos de sus criados, José y Miguel Muñiz, oriundos de Asturias, no le iban a la zaga a la hora de pontificar como si de encumbrados miembros del Consejo de Castilla se tratara.

Varios de sus parroquianos eran buenos tiradores de perdiz. Las piezas que estaban corriendo por Madrid aquellos días eran de mayor tamaño.

DOS DE MAYO DE 1808.

DONDE COMIENZA ESPAÑA.

SOL

Todos los que no corrían y chillaba con dolor y rabia parecían paralizados por el estupor y el miedo. No se sabía muy bien como había empezado el tumulto. Vicente y Mauricio Torres apenas recordaban como habían llegado hasta allí. Habían salido, aquella mañana del lunes con su hermana pequeña, de tres años, hacia uno de los mercados del centro. Ahora estaban allí, luchando por sus vidas, junto con cientos de madrileños. La Puerta del Sol había quedado llena de cadáveres y moribundos. La lucha había comenzado en Palacio, los franceses habían disparado contra la multitud desarmada que quería impedir la marcha de los últimos Infantes Reales. En Sol los vecinos habían atacado a la caballería francesa de la Guardia Imperial con la fuerza de la desesperación, con navajas, con piedras, con los puños y los dientes…

Los Torres habían conseguido salir de allí con su hermanita. En aquella iglesia en la que habían encontrado refugio, todos apilaban muebles contra las puertas que la soldadesca francesa intentaba derribar. Algún afortunado les hacía fuego con escopetas y pistolas. El ruido de los combates retumbaba en las bóvedas de la iglesia, detonaciones de fusil y del cañón, gritos de odio y de muerte, relinchos, ayes de heridos que agonizaban…

Vicente, empuñando un sable, trofeo de un Cazador de la Guardia degollado, se quedó apuntalando la puerta junto con un aprendiz de carpintero de quince años, Gregorio Arias. Mauricio, a instancias de su hermano mayor, había subido a lo más alto de uno de los retablos para poner a salvo allí a la niña que llorosa no cesaba de tenderle los brazos. Se quitó la faja y ató con ella a su hermana a una de las imágenes.

La puerta empezó a ceder, muchos intentaron escapar por la parte trasera del templo, otros se prepararon para vender caros los últimos instantes de sus vidas. Las trompetas francesas tocaban a degüello. Llenos de espanto escuchaban afuera los gritos de los heridos a los que remataban los franceses.

Cerca de allí el abogado Francisco Valentí y su tío Jerónimo llegaron corriendo ante las puertas del comercio familiar. Varios soldados franceses y algunos mamelucos desmontados les rodearon. Francisco, que tenía la levita manchada de sangre y de pólvora, vio que iba a morir. Su tío consiguió refugiarse en el comercio, pero a él le rodearon machacándole a golpes, con crueldad, sin prisas. Varios dependientes del comercio aledaño de Perez&Santayana se echaron a la calle para intentar salvarle en una mezcla de forcejeos, gritos y ruegos con los franceses.

Al final, un sargento francés, cansado del macabro juego, armó su pistola y descerrajó al abogado un disparo a quemarropa que salpicó de sangre, huesos y masa encefálica a los que le protegían.

Un grito desgarrado rompió el repentino silencio; su hermano pequeño Joaquín se había echado a la calle para auxiliarlo. Mesándose la cara se precipitó sobre el cuerpo inerte, ya un guiñapo de trapo, de Francisco.

Los franceses se fueron de allí.

LA PUERTA DE TOLEDO

MUJERES DE MADRID.

María Delgado y Ramírez estaba cubierta de sangre, de la cabeza a los pies, como un matarife más de los mercados de ganados junto al Manzanares. La angosta puerta de Toledo se había convertido en un matadero. Al oído de los primeros disparos de cañón hacia Palacio, todo el barrio, como el 19 de marzo cuando los Sucesos de Aranjuez, se había arrojado a las calles. Muchos hombres estaban fuera en sus trabajos, pero las manolas de los barrios bajos de Madrid corrieron a la avenida principal, la calle de Toledo.

Todos daban vivas al Rey, a la Virgen de Atocha y a España. Maldiciendo a los franceses y al mismo Napoleón, al que tanto habían admirado muchos de ellos hasta hacía pocos meses.

Algunos ya habían dado caza de algún francés desperdigado (otros más misericordiosos los habían puesto a salvo de la cólera popular). Alguien gritó que había que taponar la Puerta de Toledo, que la caballería francesa acuartelada en Carabanchel habría de entrar por allí. Varios centenares de mujeres con sus hijos y maridos corrieron por la avenida abajo. Llevaban cuchillos de cocina, sartenes; otras comenzaron a hervir agua y aceite…

Al final los escuadrones de gabachos habían llegado. Nadie dio un paso atrás. El choque fue terrible, antes de caer despedazadas a golpes de las pesadas espadas de los coraceros, las manolas desjarretaron muchos caballos a cuchilladas; los jinetes que caían eran degollados y linchados. Los caballos se venían abajo llenos de heridas, patinando en la sangre y pisando sus propias tripas.

María Delgado cayó alcanzada por un tiro de pistola que le partió la pierna; junto a ella los cadáveres se amontonaban informes. Mostraban los ojos muy abiertos y ya no gritaban, solo se vaciaban de sangre y de vida en silencio, bajo la gritería del combate. Tras más de cuarenta minutos de lucha a cara de perro, quebrando la resistencia que se les hacía desde los portales, las esquinas y los balcones, los franceses llegaron a la Plazuela de la Cebada.

Antes de alcanzar la Plaza Mayor, tuvieron que vencer aún otra contundente resistencia. Medio centenar de los presidiarios de la cercana Cárcel de la Corte habían pedido salir a combatir contra los extranjeros, bajo la promesa de no escapar. En el arco de Toledo se hicieron con una pieza de artillería francesa tras matar y ahuyentar a sus servidores. Los presos consiguieron hacer fuego tres veces contra los imperiales. Luego se dispersaron por las calles para seguir luchando y salvar el pellejo.

El presidiario Francisco Pico quedó tendido en su sangre sobre las losas de la plaza. Fue de los pocos que no pudo cumplir su promesa.

MONTELEÓN

LA COLINA DE LOS LEONES.

El Parque de Artillería de Madrid, sito en el antiguo palacio de Monteleón, fue el último foco de resistencia armada patriota de aquel día, y el que más consiguió resistir. Las crónicas francesas contaron que el mariscal Murat sabía bien que mientras siguiera sonando el cañón de Monteleón, los madrileños (los miles de ellos que no habían salido a combatir) abrigarían esperanzas de Victoria.

El teniente Jacinto Ruiz dirigía el fuego de una de las cuatro piezas asentadas a las puertas del Arsenal por los artilleros. Un oficial exento de las Guardias de Corps, José Pacheco, le vendaba en medio de la gritería y el humo del combate, una fea herida de metralla en el brazo.

Ruiz no sentía dolor, ni miedo; estaba fuera de sí, al igual que todos los madrileños que estaban con ellos, con los únicos militares españoles que se habían unido al Pueblo para luchar en pos de una dignidad mancillada por sus propios reyes y gobernantes que les habían dejado solos. A las once de la mañana los artilleros de Monteleón habían decidido unirse al Pueblo que se agolpaba a las puertas del Parque pidiendo armas. Dos capitanes de artillería se las habían dado, y ellos mismos, la compañía de infantería de Voluntarios de Estado enviados allí para reforzar la seguridad del Arsenal, se habían unido a la rebelión… y que saliera el Sol por Antequera…

El final de todo aquello estaba ya escrito; habían dado armas al Pueblo, sino morían a manos de los franceses serían sometidos a un Consejo de Guerra y fusilados por rebelión.

Apenas dos centenares de vecinos y otro medio centenar de infantes y artilleros peleaban, entre aquel laberinto de calles estrechas que llevaban a Monteleón contra toda una brigada francesa que les atacaba desde san Bernardo y Fuencarral. Como leones acosados habían detenido en sangre dos asaltos generales. Ruiz dudaba de poder aguantar el próximo.

Los dos oficiales de artillería, un andaluz y un cántabro, se multiplicaban en el manejo de las piezas, pero faltaban los balotes de metralla. Los muertos se amontonaban entre los cañones, a los heridos se les trataba de llevar hacia dentro del patio.

Junto a Ruiz, el hostelero Pepe Villamil trataba de recargar lo más rápido que podía su arma. Desde el final de la calle de San José los franceses les estaban cazando como conejos. Para defender la entrada al Parque tenían que luchar a pecho descubierto junto a las piezas. Villamil había arrastrado tras de sí, aquella mañana, a sus cinco empleados. Le habían seguido como un solo hombre junto con varios vecinos más. Los hermanos asturianos José y Miguel Muñiz combatían juntos pegados a la tapia del convento de Maravillas que miraba a Monteleón.

Habían conseguido atravesar media ciudad hasta lograr llegar a Monteleón; los fusiles los habían conseguido en el retén de Inválidos del Ayuntamiento.

A la voz del capitán andaluz, que se paseaba sereno entre la lluvia de balas y metralla francesa, Villamil y los Muñiz, con todos los que les seguían, hicieron la última descarga y se retiraron detrás de las piezas ya recargadas. Cada vez quedaban menos artilleros; a cada uno que caía acudían mujeres y hombres a suplirles.

La salva de las piezas españolas llevó dos balas rasas hacia la Ancha de San Bernardo con un terrible mugido de fuego, humo y destrucción. Los franceses se replegaron momentáneamente. Una de las mujeres se destacaba por encima de todos ante la puerta de Monteleón, Clara del Rey vociferaba y tiraba de las ruedas para colocar de nuevo el cañón en posición. Su marido Manuel González y sus tres hijos, Juan, Ceferino y Estanislao (el mayor de diez y nueve y el menor de quince años) la habían seguido hasta allí para luchar juntos.

Todo era ruido y humo en las estrechas calles que llevaban a la colina de Monteleón. Los tambores franceses no cejaban de sonar. Se preparaba el asalto final. El que acabaría con todos ellos.

El delgado y pálido teniente de Infantería de Ceuta seguía empujando las piezas y animando sin cesar a los artilleros y civiles que seguían con él.

¡¡¡ Fuego, Fuego Artilleros !!!

La misma descarga que alcanzó al teniente Ruiz, atravesándole el pecho, quebró el cráneo de Clara del Rey. El aire se escapó de los pulmones horadados del teniente que cayó al suelo sobre los cuerpos de las mujeres y hombres que habían luchado con él. Antes de perder el conocimiento escuchó los gritos de uno de los hijos de Clara rodeando a su madre inerte. El capitán andaluz, rota la cadera también por la metralla, apenas se sostenía orgulloso, sable en mano, junto al último de los cañones.

Antes de que se le cerraran los ojos, ajeno ya a casi todo, Ruiz observó que junto a él la sangre de los soldados y los civiles, los nobles y los plebeyos, se mezclaba libre en el polvo de la calle; tenía el mismo color, sentía las mismas cosas, regaba la tierra por una misma causa. Comprendió lo que era una Nación…

PRINCIPE PIO, RETIRO, EL PRADO

VENGANZA QUE NINGUN TERROR DETUVO.

Juan Molina huía intentando llegar al taller de su padre en los barrios altos de la ciudad. Había combatido en Sol y presenciado la masacre allí habida. Llevaba el terror grabado en la mirada. Al huir por Carretas había visto a dos niños de apenas diez años tendidos sobre las aceras, aún aferraban en sus pequeñas manos crispadas las últimas piedras con las que habían combatido contra los jinetes franceses que les habían matado.

Al doblar una esquina se encontró con una mujer que intentaba arrastrar un cuerpo ensangrentado hacia la seguridad de un portal, tan solo un anciano la ayudaba con desánimo. La mujer no cesaba de llorar y llamar a su marido. Juan Molina se detuvo y se echó en brazos el cuerpo.

El herido, Esteban Rodríguez Velilla, llevaba el uniforme de los médicos del ejército. Comenzada la revuelta había salido a combatir dejando a su mujer en la posada donde se alojaban. Armado de su espadín había combatido junto a los presidiarios de la Cárcel Real en la Plaza Mayor. Juan observó que tenía un profundo tajo de sable en la cabeza y una herida de bala en la pierna. Un asustado portero accedió a franquearles el paso y recoger al herido en su casa. Rosa Ubago no cesaba de llorar en silencio musitando a su esposo palabras de ánimo con el cariñoso acento de su Galicia natal.

Seguían escuchando descargas y gritos lejanos. Francisco ya no tenía nada más que hacer allí, se dirigió hacia la puerta. Rosa Ubago dejó un momento a su esposo y dándole un largo abrazo le dio las gracias por haber sacado el cuerpo moribundo de Esteban de la calles.

Lejos de allí, en uno de los grandes patios del Buen Retiro Antonio Martínez, palafrenero de las Reales Caballerías miraba al pelotón francés que iba a ejecutarlo. Estaba tan furioso que no sentía miedo. El no había llegado a combatir, le habían detenido cuando salía de esquilar las mulas de la Real. Las tijeras de su trabajo le habían condenado. Moría por nada, lamentando no haber matado a ningún francés. Aún les insultaba, fuera de sí, cuando la descarga francesa le reventó el pecho.

Ante el teatro de los Caños del Peral, un joven fraile esperaba rodeado de los soldados que le habían detenido y arrebatado el fusil francés con el que había combatido hasta quedarse sin cartuchos. Francisco Gallego era capellán del cercano convento de la Encarnación. Aquella mañana se había unido a su grey contra los ateos hijos del anticristo Napoleón. Ahora todo había concluido.

Un cortejo de generales a caballo se detuvo ante él. El mismo Murat observó su rostro y hábitos manchados por la pólvora.

Cura – le dijo con sorna enseñándole la cercana colina del Príncipe Pío a donde empezaban a llevar a los reos – quien a hierro mata a hierro muere.

El fraile le miró displicente. El terror no aplacaría a Madrid, ni a España entera. Su Vida y su Reino ya habían dejado de ser parte de este mundo. Dios le juzgaría.

Juan Molina llegó a su casa. El silencio se rompía con tenues llantos de varias mujeres. A su padre lo acababan de traer de las calles cercanas a Monteleón. Se dejó caer de rodillas junto a su cuerpo agonizante. No podía apartar la mirada de las heridas (abiertas por la negruzca sangre) por las que los franceses le habían arrancado la vida. Su madre y varias vecinas chillaban de dolor tapándose el rostro con sus manos y pañoletas. El hijo no decía nada, solo miraba a su padre muerto.

“Venga a tu SANGRE que murió inocente”

Hasta algún día, en algún otro lugar.

El soldado aterido y hambriento, vestido como un mendigo, vio partir sobre la nieve negra, de barro y miseria, al último de los destartalados carruajes. Entre los heridos y los niños, Rosa Ubago acertó a hacer a Juan Molina un postrer gesto de gratitud y despedida con la mano.

Las trompetas francesas daban los toques de carga. Varias frías ráfagas disiparon por unos instantes la bruma. Los escuadrones imperiales se hacían ya visibles en el Camino Real.

El brigadier Juan Rengel, llegando a caballo hasta ellos, gritó muy sereno y ronco, en la blanca inmensidad, a lo que quedaba de la otrora poderosa 1ª División:

¡¡ Por batallones !!. ¡¡ Fuego perdiendo terreno!!.

Los Comandantes del Inmemorial, del Mallorca, del Hibernia, Sevilla y 1º de Barcelona fueron repitiendo la orden a sus desfallecidos infantes.

¡¡ Batallones Impares !!

¡¡ Batallones Impares. Rompan el Fuego !!.

Mientras la mitad de los batallones retrocedían a paso redoblado para tomar posiciones desde las que cubrirles, el resto se prepararon para recibir la carga. El brigadier Francisco de la Rocque, comandante del Mallorca, miró con tristeza las banderas enrolladas de sus dos batallones. Tras un momento de duda, ordenó desplegarlas al viento oscuro y helado de la mañana. Luego, se volvió sobre los restos del 1º batallón que cerraba la retaguardia.

¡ 1º de Mallorca, media vuelta a la Izquierda !. ¡ Alto !. ¡ Bandera y Guías a sus puestos. Prevénganse para cargar !…- De la Rocque se quitó el sombrero para saludar a sus Soldados – ¡ Señores, que Dios reparta Suerte !

¡¡ CARGUEN !!.

Los tambores de las debilitadas compañías seguían resonando. El único pífano sobreviviente al tifus y al hambre, se unió triste pero firme a los roncos redobles. Juan Molina mordió febrilmente el cartucho de papel con sus labios reventados por el frío. Sus pensamientos estaban muy lejos. En su Madrid natal. Recordó a su padre Francisco, y a su novia, muertos también un día como aquel, ocho meses atrás.

Los españoles, permanecían firmes, resignados y resueltos, la caballería imperial cargaba al trote en columna, con varias de sus compañías abriéndose trabajosamente por los flancos del Camino Real. Sonó una trompeta, varios cientos de sables fueron desenvainados.

Nos van a escabechar – Se oyó decir a alguien entre las filas -. La voz no tenía acritud, ni miedo, ni rabia, tan solo parecía constatar algo evidente, como la serena soledad que mostraba el minúsculo batallón formado en la desolada y blanca ladera que llevaba hacia el puerto, al que ya nunca llegarían.

De Madrid al Cielo – dijo un paisano suyo a sus espaldas -.

Será…- apuntó fatalista Juan –

Juan Molina, madrileño de Maravillas, hijo de chisperos y fusilero del regimiento de Mallorca, a la orden de la Rocque apretó con fuerza su mosquete apuntando hacia los jinetes. No pensaba morir aquel día sin vengar la sangre de los suyos. La sangre derramada por los hijos del Emperador el Dos de mayo de 1808.

El resto del Ejército del buen marqués de La Romana había conseguido franquear el puerto. También toda la columna de refugiados que huía hacia Galicia. Iban a darle bastante trabajo a los imperiales durante una hora al menos. Bastaría.

Le pareció, por un momento, escuchar la voz de su padre, su mano agarrando la suya cuando era niño en las calles de Madrid. Palabras de amor y de valor, muy lejanas, le llegaron por encima del fuego de la primera descarga…

“Y la noche siguió al día

Y los contadores de historias dicen

Que la música hizo brotar el valor en sus almas

Porque algunos, un día de batalla

Navegaron a través de los blancos páramos

Sin mirar atrás, sin temor, sin llorar.

¿No escuchas mi llamada?

Tan lejos en los años estás…

Todas tus palabras en la tierra

No me alivian como tu mano

Por mi vida sigo adelante, pobre de mí»

(Q, B M)

EPÍLOGO.

(Archivo Municipal de Madrid, Lista de víctimas, 1816 y 1817 y Hospital General, Comisaría de entradas, 1808, tomo I, Mes de Mayo)